sábado, 23 de octubre de 2010

resignación


Miro atrás y dentro y pienso que lindo sería que fuese lo que no es.

Y vienen los flashes de las risas y encuentros, y apago lo negro, apago lo negro.

Entonces es cuando entiendo que ya no.

Una lija me arranca el estómago por dentro. Retuercen mi esófago y casi en un ahogo, no puedo gritar. Camino con una tonelada en la cabeza que apenas soporto sin doblegar las rodillas.

Así es cómo golpea mi resignación.

sábado, 16 de octubre de 2010

grito silencioso


¿Cómo separarse de alguien a quien se quiere profundamente y con quien hemos transitado una parte del camino? ¿Cómo digerir las palabras con aire de despedida?, esas que se escuchan sin decirlo. La tristeza que corta el aire calmo. No hay heridos graves, solo agudo dolor.
Esto duele como la concha de la madre.

sábado, 15 de mayo de 2010

Dormir un poco



Sólo encuentro refugio en mi mismo.
Hacer me hace encontrar un poco de paz, rodearme de desconocidos sin tener que dar ni decir demasiado.
Es mejor así a que claudicar a eternos estúpidos reclamos.

Dormir en la habitación de cemento armado, donde casi no penetra el aire ni las señales del celular, ha pasado de ser un calvario a un necesario sosiego.
Escucho a Kurt y creo que lo entiendo. Quisiera acompañarlo.

Estoy caminando sobre troncos que flotan en un río caudaloso, e intento no mirar la corriente ni buscar la orilla con mis ojos, tan sólo busco mantenerme en pie de la manera que me sea posible, aún cuando ello signifique abandonar un grueso tronco que hasta un momento parecía seguro y confortable.

Quiero dormir aunque sea diez minutos y que no me hablen...

martes, 30 de marzo de 2010

El hermano Carlos

Es domingo, hoy hay pastas en casa. Luego de tomar unos mates muy amargos a primera hora de la mañana, Carlos trae de la feria que hay frente a casa una cantidad de frutas y verduras “de requeche”. Muchos tomates, sobre todo. También compra panceta ahumada, salchicha, carne, chorizo colorado, laurel y pimentón.

De una de las damajuanas de 10 litros que tiene en la cocina se sirve un vaso de vino tinto, mientras comienza a cocinar un tuco poderoso. El aroma de las especies junto con la cebolla, el morrón y el ajo van inundando la casa. Le echa un chorrito de vino tino y aprovecha a rellenar su vaso.

Angela limpia todo lo que puede; la casa es enorme y a medio reformar. Algunos pisos tienen baldosas y otros, simplemente hormigón, así que se junta mucho polvo siempre. Los perros entran y salen todo el tiempo. La tele está en el canal 5 pasando futbol alemán.

Se ponen los tallarines a hervir y pronta está la mesa. Yo no quiero que transcurra mucho el tiempo, a las 17 nos vamos para la iglesia. Mi vieja, sirve una abundante fuente de tallarines y Carlos se sienta en la punta de la mesa, como siempre. A sus pies se postran, tres damajuanas de 10 litros; uno de vino harriague, otro clarete y otro blanco dulce. Ahora se sirve un poco del clarete, directamente inclinando la damajuana en el vaso mientras se agacha sentado.

Antes de comer, en una postura casi ceremoniosa, Carlos apoya sus puños cerrados en la mesa, formando un triángulo con su cabeza gacha y comienza su oración por los alimentos.

Todos nos servimos abundantemente, y en ese momento es cuanto más deseo tener una Coca Cola o jugolín, pero solamente hay agua de la canilla. Como siempre. Por suerte, podemos cortarla con un poco de vino, ponerle azúcar y hielo y queda bueno.

Carlos, prefiere el harriague para la pasta, así que allí va. Mientras tanto recrimina a Angela por su aspecto de dejadez, comenta sobre la visita de hoy a la iglesia de un pastor de Cno. Del Andaluz, y que él será quien predique hoy. - Ya me puedo imaginar, tocando el acordeón tres veces más de lo habitual. Cantarán muchas canciones desafinadas y yo no sabré donde poner mi cara.-

Comenzamos a comer. Uno de los gatos merodea la mesa y pide como un niño mimado y hambriento. Un escalofrío me atraviesa de lado a lado. Carlos agarra el gato y lo tira contra una pared, arrancando un grito y logrando que se vaya de la cocina.

Terminamos de comer y con el postre, el vino blanco dulce es perfecto. Así que la generosa damajuana, se inclina ante el vaso siempre sediento del amo y señor de la mesa.

Son las 16, nos aprontamos para ir al calvario. Carlos, se espuma la cara con una brocha con mango de mármol, y se afeita perfectamente con esas maquinitas de hojas Gillette. Se corta un poco. Tiene el pelo bien cortado, se peina con una perfecta raya al costado y se asegura su look con gomina Éxito. Se baña la cara en perfume Pino Silvestre, aunque arde un poco.
Se calza uno de sus trajes, esta vez el azul marino. Zapatos de cuero trenzados, con un color marrón claro, muy bien lustrados. Se hace el nudo de la corbata, de esos grandes dobles y se la ajusta casi hasta el ahorque.

Nos vamos a la iglesia en el viejo auto Oldsmovile que tiene roto el piso y deja ver como pasa la calle debajo. Es muy divertido.

En la iglesia, el hermano Carlos se sienta en un estrado frente a la congregación, junto a diáconos y otros pastores. En el púlpito, el pastor invitado da su larga lista de argumentos de por qué hay que ser santo, por qué hay que tener temor a dios, del fin del mundo y muchas otras cosas increíbles.

Los fieles ven cómo el hermano Carlos medita mientras el pastor habla. Ven como ora durante el coloquio. Observan y admiran la santidad del hermano Carlos.
Yo sé que el hermano Carlos está dormitando. Conozco esa nariz donde se congregan las muestras de clarete, harriague y blanco dulce. El hermano Carlos es mi padre y es un santo.

jueves, 21 de enero de 2010

La espera del café




Él llegó al bar de la Ciudad Vieja quince minutos antes de lo que habían acordado. Pidió un café corto bien cargado mientras trataba de hacer la pausa mental necesaria mirando en derredor. Quedó brevemente hipnotizado por el vitraux polvoriento que estaba detrás del mostrador y luego rápidamente se tomó el café de un tirón, amargo tal como venía.

El lugar era ideal, no había otras mesas ocupadas, al dueño no le parecía importar que hubiese gente o no, ni quien estuviera allí. El propietario era una persona pequeña, calva, paliducha. Vestía una suerte de túnica corta azul. Su pequeña joroba anunciaba años de mismas tareas. Parecía entretenerse leyendo el diario, lavando vasos. Por momentos contaba plata, por momentos limpiaba una mesa y así se repetía en las tareas a tal punto que Pedro pensó que estaba sufriendo una suerte de deja vú y sintió que hacía días que estaba sentado allí.

Estaba un poco cansado y tenía la mente perturbada, así que trató de relajarse y por primera vez notó el fuerte olor a café colombiano, posó sus brazos en la silla de caoba y se dejó llevar por el momento.

Cuando Manuel pasó un trapo por tercera vez a una mesa contigua, Pedro miró de reojo su reloj. Se inquietó un poco por el hecho de sentirse un tanto idiota esperando. Lo que más lo preocupó en un instante fue la mirada furtiva del gallego detrás de la máquina de café, así que pidió otro, más cargado. Le incorporó un terrón de azúcar, lo revolvió cinco veces con la cucharita y lentamente lo comenzó a sorber.

El dueño-mozo encendió una vieja radio de rezongona de madera, de esas de dos perillas, que portan una suerte de teclas cuya función es inexplicable, y que a través de un acrílico transparente puede verse una aguja que recorre el dial. Logró sintonizar Radio Clarín.

Pedro volvió a escudriñar su reloj y lo comparó con el reloj viejo de pared del bar. El reloj del bar estaba atrasado cinco minutos. Sorbió un poco de su pocillo mientras seguía con los ojos al dueño-mozo-limpiador que repasaba el piso mientras apenas abría los labios siguiendo algo de la letra del tango. Dedujo eso al ver moverse como a un subibaja el escarbadientes que surgía de la boca del veterano.

Pedro abrió su agenda y hacía como que chequeaba algo importante. Le pidió prestada una birome al mozo y comenzó a tachar acontecimientos que ya habían ocurrido, deteniéndose minuciosamente en cada uno, y escudriñando los detalles escritos casi ilegiblemente.

La radio escupía Malevaje en la voz gastada del “Polaco” Goyeneche.

Le devolvió la birome a Manolo, mientras que procedía a encender el Richmond con filtro que ya tenía pendiente de su boca. Lo hizo en una suerte de ceremonia ritual, torciendo levemente el cuello a la izquierda con el cigarro casi suspendido de sus labios. Con la punta de los dedos pulgar y mayor sujetó el cerillo, con un seco y eficaz movimiento arrancó una llama azul y naranja que acercó de memoria a la punta del tabaco. Aspiró una bocanada larga de humo, entre cerrando los ojos brevemente. Se entretuvo un rato con él en la garganta y luego en la boca. Luego lo dejó escapar lentamente mirando inmóvil la dirección que tomaba el humo hasta desaparecer. Casi no se movió mientras ensañado con el pucho lo fue consumiendo hasta transformarlo en una pila de cenizas que luchaban por no caer. Un certero golpe del dedo mayor acabó con esa lucha.

Se quedó meditabundo un rato hasta que despojó la colilla en el cenicero que en el ínterin le alcanzó el mozo.

Relojeó su muñeca.

Su mirada se perdió entonces a través de la ventana y notó cómo en la calle hojas de Plátanos marchitas volaban en danza con el viento fresco del otoño.
Un nuevo tango le dio un sopapo frío y contundente;

En tus grupos me ensarté
y en tu arrullo me dormí
y dormido me quedé

solo, pato... y hecho un gil.

Un brillo ganó sus ojos avizorando humedad. Pedro rompió el silencio y se pidió un whisky doble sin hielo.