jueves, 21 de enero de 2010

La espera del café




Él llegó al bar de la Ciudad Vieja quince minutos antes de lo que habían acordado. Pidió un café corto bien cargado mientras trataba de hacer la pausa mental necesaria mirando en derredor. Quedó brevemente hipnotizado por el vitraux polvoriento que estaba detrás del mostrador y luego rápidamente se tomó el café de un tirón, amargo tal como venía.

El lugar era ideal, no había otras mesas ocupadas, al dueño no le parecía importar que hubiese gente o no, ni quien estuviera allí. El propietario era una persona pequeña, calva, paliducha. Vestía una suerte de túnica corta azul. Su pequeña joroba anunciaba años de mismas tareas. Parecía entretenerse leyendo el diario, lavando vasos. Por momentos contaba plata, por momentos limpiaba una mesa y así se repetía en las tareas a tal punto que Pedro pensó que estaba sufriendo una suerte de deja vú y sintió que hacía días que estaba sentado allí.

Estaba un poco cansado y tenía la mente perturbada, así que trató de relajarse y por primera vez notó el fuerte olor a café colombiano, posó sus brazos en la silla de caoba y se dejó llevar por el momento.

Cuando Manuel pasó un trapo por tercera vez a una mesa contigua, Pedro miró de reojo su reloj. Se inquietó un poco por el hecho de sentirse un tanto idiota esperando. Lo que más lo preocupó en un instante fue la mirada furtiva del gallego detrás de la máquina de café, así que pidió otro, más cargado. Le incorporó un terrón de azúcar, lo revolvió cinco veces con la cucharita y lentamente lo comenzó a sorber.

El dueño-mozo encendió una vieja radio de rezongona de madera, de esas de dos perillas, que portan una suerte de teclas cuya función es inexplicable, y que a través de un acrílico transparente puede verse una aguja que recorre el dial. Logró sintonizar Radio Clarín.

Pedro volvió a escudriñar su reloj y lo comparó con el reloj viejo de pared del bar. El reloj del bar estaba atrasado cinco minutos. Sorbió un poco de su pocillo mientras seguía con los ojos al dueño-mozo-limpiador que repasaba el piso mientras apenas abría los labios siguiendo algo de la letra del tango. Dedujo eso al ver moverse como a un subibaja el escarbadientes que surgía de la boca del veterano.

Pedro abrió su agenda y hacía como que chequeaba algo importante. Le pidió prestada una birome al mozo y comenzó a tachar acontecimientos que ya habían ocurrido, deteniéndose minuciosamente en cada uno, y escudriñando los detalles escritos casi ilegiblemente.

La radio escupía Malevaje en la voz gastada del “Polaco” Goyeneche.

Le devolvió la birome a Manolo, mientras que procedía a encender el Richmond con filtro que ya tenía pendiente de su boca. Lo hizo en una suerte de ceremonia ritual, torciendo levemente el cuello a la izquierda con el cigarro casi suspendido de sus labios. Con la punta de los dedos pulgar y mayor sujetó el cerillo, con un seco y eficaz movimiento arrancó una llama azul y naranja que acercó de memoria a la punta del tabaco. Aspiró una bocanada larga de humo, entre cerrando los ojos brevemente. Se entretuvo un rato con él en la garganta y luego en la boca. Luego lo dejó escapar lentamente mirando inmóvil la dirección que tomaba el humo hasta desaparecer. Casi no se movió mientras ensañado con el pucho lo fue consumiendo hasta transformarlo en una pila de cenizas que luchaban por no caer. Un certero golpe del dedo mayor acabó con esa lucha.

Se quedó meditabundo un rato hasta que despojó la colilla en el cenicero que en el ínterin le alcanzó el mozo.

Relojeó su muñeca.

Su mirada se perdió entonces a través de la ventana y notó cómo en la calle hojas de Plátanos marchitas volaban en danza con el viento fresco del otoño.
Un nuevo tango le dio un sopapo frío y contundente;

En tus grupos me ensarté
y en tu arrullo me dormí
y dormido me quedé

solo, pato... y hecho un gil.

Un brillo ganó sus ojos avizorando humedad. Pedro rompió el silencio y se pidió un whisky doble sin hielo.