sábado, 19 de marzo de 2011

La mujer navaja

Entonces tomé a la mujer navaja y la besé fuertemente sin medir las consecuencias. Cuando me recuperé del golpe seco me tomé la cara y por entre los dedos se escabullían hilos de sangre. Tenía el labio superior cortado en dos y el corte iba más arriba llegando casi a la nariz.
Entonces me lavé todo lo que pude aunque la sangre no paraba, me uní las partes distanciadas con un pedazo de leuco y volví tras la mujer navaja.

Ella me estaba esperando sonriente sin decir palabra alguna, acostada, con las piernas entre abiertas. Me zambullí en ese laberinto y comencé usar mi lengua que iba sufriendo las caricias de las hojas Gillette. Pronto la sangre manó de mi cara también rasgada con los finos trazos rojos que ardían como mil demonios.

Seguí besando a la mujer navaja, mientras la abrazaba en mis brazos se clavaban como espuelas que atravesaban las carnes y sufría tal escarnio cual ritual pagano de autoflagelación. El ardor me provocaba una insoportable incomodidad, pero quería seguir besando a la mujer navaja. Ella me tomó por los pelos y me llevó lentamente hacia sus pechos. La piel de mi abdomen se iba desgarrando conforme avanzaba en su superficie. Fracciones de carne quedaban a medio camino, generando surcos rojos, como quien arrastra una bolsa mojada y el rastro húmedo queda tras de sí.
Quise gritar, pero me sentía ahogado y no podía dejar de besar a la mujer navaja.

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