jueves, 17 de septiembre de 2009

Santo y cena



Había ido a conocer Cuba y obvio, no en plan turista all inclusive.
La Habana era fascinante, pero también agobiante cuando detectaban tu cara de extranjero. Realmente sufrí en La Habana; caminé muchísimo, trataba de gastar lo menos posible ya que los precios para los turistas era unas veinte veces más que para los lugareños, así que todo era complicado para un mochilero como yo.
El colmo de mi angustia sucedió cuando el hambre rascó el estómago desde el interior y atiné a comprar un sandwiche de jamón y queso en una panadería de turno. Pan viejo, mucha miga y una feta de jamon perdida dentro queriéndose pasar por hoja de papel. Esa aventura gastronómica me costó el equivalente a lo que hubiera gastado por una gran cena en mi ciudad y no contamos la bronca que me dio al pagar eso tan irrespetuoso para mi entusiasmo hambruno.

La pasé mal, muy mal, hasta que una noche conocí a dos negras cubanas que me habían quedado de conseguir un poco de porro así que nos hicimos amigos. Me invitaron a lo que llamaban El Santo de su tía... No tenía ni idea de lo que era, pero me daba todo igual así que fui.
Entré a una casona muy vieja, que me hizo acordar a los bajos de la Ciudad Vieja. En los pasillos había gente "esperando algo" como en una sala de espera de un sanatorio o velatorio. Otros escuchaban una vieja radio de madera. Todos recibían amigablemente mí llegada, sin llamarles demasiado la atención, así que saludaban y seguían en la suya.
Entré a una habitación un tanto lúgubre. Dentro había más personas sentadas en unas tablas puestas a modo de largos asientos contra la pared. En una esquina, una mujer vestida con túnica y turbante azul estaba sentada en una suerte de trono y a sus pies un sin número de ofrendas de frutos y velas marcaban el límite donde uno podía acercarse. La saludé e intercambié unas palabras con ella, pero no era dado tocarla. Debo confesar que la situación me dio un poco de miedo, así que rápidamente volví al salón principal.

Una luz destelló en mi interior cuando me informaron que venía la cena; Se trataba de una comida ritual, creada con arroz cocido y carne de palomas, carneros y gallinas que habían sido sacrificadas en el ritual del Santo. Lo servía "la madrina" de la ceremonia y se debía comer con la mano.
Ese momento fue sublime, único. El alimento cayó en mi interior como una bendición. Creo que en ese momento, el santo dejó la habitación de las ofrendas y fue a acariciarme el estómago.

historia #1
de la serie “on the road”

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